lunes, 8 de diciembre de 2008

at. Sociedad de Escritores de San Martín(SESAM)


ÚLTIMO CAFÉ DEL AÑO

SESAM invita a escritores, lectores y oyentes a su café literario para este sábado (13-11-08), 18 hs. Nuestro invitado especial es Sergio Bonomo, poeta, narrador, que ha obtenido el premio “Autor Local” del Primer Certamen Nacional de Cuentos “Municipalidad de San Martín”. Narrador oral.. Luego de escuchar sus lecturas, se le hará entre todos un breve reportaje. Luego leerán los presentes textos propios o de otros escritores.. Sociedad de escritores de San MartínEn CAMEDDr. Ramón Carrillo 2476Gral. San MartínPcia. de Bs. As.
Como adelanto:
LA MOROCHA

Felipe y la morocha jamás se amaron en ninguna parte. Ellos sólo comparten bares y ginebras y madrugadas llenas de humo e invierno. A la Morocha le gusta escuchar las desventuras de Felipe: sus heroicas escapatorias a la muerte de cada noche. Felipe tiene una especie de delirio de persecución e imagina que la muerte lo aguarda en cada esquina; también le cuenta sus desdichas de tiempos idos y lejanos, cuando él era un joven solitario y apuesto que andaba por las barriadas festejando a las muchachas. Felipe se sonríe con dulzura cuando la Morocha le cuenta de sus amores nocturnos de antaño. Amores efímeros de sus noches de mucho andar y de mucho amar; amores baratos de caricias ajenas; amores que la Morocha practicaba siempre pensando en hombres que no eran los que en ese momento se enredaban en sus brazos. La Morocha amaba con el corazón y con la piel y con todo el aliento de su ser fogoso. Pero sus amores duraban lo que una lluvia en verano. Jamás cobraba sus servicios si el cliente era un muchacho pobre, o triste, porque pensaba que su oficio debía tener un fin solidario, y hasta didáctico y pedagógico. Todos aquellos que fuimos adolescentes en los años ochenta y vivíamos en San Martín hemos descansado nuestra cabeza en su regazo, aspirado el aroma a jazmín que manaba de su cabellera de azabache y le hemos contado nuestros tempranos sueños. Ella nos acariciaba la cabeza entre divertida y burlona, y nos escuchaba con irónica solemnidad. Hacíamos fila a su puerta de la calle Perdriel , ansiosos y felices, fumando unos cigarrillos nerviosos, y nos marchábamos de su casa impregnados del perfume de sus sábanas de satén y con la certeza definitiva y absoluta de que éramos inmortales. Felipe la quería con el alma, ya desde aquel tiempo. Después de que las filas de muchachos terminaban de saciar sus urgencias, él entraba en la pieza de la Morocha, calentaba la pava para el mate, y se quedaban los dos conversando bajito, de cualquier cosa, hasta que el sol reverberaba en los vidrios de la ventana. Se cuenta que una madrugada, después de una larga y agotadora jornada de trabajo sexual –la Morocha se había pasado decenas de tipos– Felipe la encontró en la cama, llorando desnuda, con la cabeza metida debajo de la almohada. El revoltijo negro de su pelo asomaba como una sombra y contrastaba con el inmaculado blanco de la funda almidonada. La Morocha lloraba sin consuelo toda su callada tristeza. ¡Quién sabe, nunca nadie supo qué dolores la mordían, qué tajos de amargura atravesaban el alma de ese cuerpo con qué todos soñábamos! Nosotros, los pibes de entonces, nada sabíamos de sus penas y es probable que esas penas poco nos importaran. Su soledad nos era ajena en aquel tiempo, como la muerte también nos era ajena. De la Morocha buscábamos tan sólo marearnos con su aliento feroz y dulce y perdernos para siempre en el vértigo que nos provocaba su mirada. Felipe aquella madrugada la observó largamente, desde la puerta fumaba y la miraba en silencio. Ella no comprendió del todo o no estaba acostumbrada a comprender; secó sus lágrimas en las sábanas de satén y con un gesto triste lo convidó a acercarse, a tenderse a su lado. Felipe la abrazó, pero su abrazo era distinto a todos los abrazos que la Morocha había tenido a lo largo de su vida. Felipe ya era un hombre hecho y derecho, él ya había aprendido de memoria ese sutil lenguaje que no necesita de palabras. Entonces la Morocha entendió. Así se quedaron largo rato, él abrazándola con ternura y ella apoyada en él, sin hablarse. Luego ocurrió la magia: con la última oscuridad que se escapaba por la ventana, atravesada por el rayo anaranjado que pugnaba por nacer, Felipe la fue vistiendo dulcemente; la fue reconociendo mujer en la postrera oscuridad, a medida que la vestía, y cuanto más la vestía, cuanto mas la cubría de blusas y corpiños y bombachas con encaje, más “ella” se le antojaba. Felipe la fue inventando despacio, la fue armando hembra poco a poco, con sus manos, con las yemas de los dedos, con el aliento a tabaco que se mezclaba con todos los alientos de todos los tipos que habían dejado clavado en ella su deseo, y así hasta completarla entera, hasta que fue la Morocha solamente para él. Desde entonces andan así los dos, por las calles de San Martín, sorbiendo raros brebajes en los bares cercanos a la plaza, con los ojos clavados en los húmedos ventanales que miran ciegos las veredas tranquilas, quizá tratando de encontrar una esperanza que se les escapó. A veces salen a caminar por Ayacucho en las noches de luna y él le pasa su brazo sobre los hombros y le habla al oído de cosas que nadie sabe, y entonces ella se sonríe. O de repente, ambos se echan a reír estrepitosamente, sin ninguna razón, y el rostro se les ilumina y parece como si fueran novios. Aunque, se sabe, Felipe y la Morocha jamás se amaron en ninguna parte.