31 de diciembre
El año es otra vez motivo de comentarios,
como lo fue hace justamente un año, pero ahora en otra situación,
sin los privilegios de entonces,
cuando estaba en la boca de todos
y en los abrazos y en los besos
y las palabras “feliz” y “nuevo” parecían que no iban aseparársele nunca,
porque él, todo él, era una promesa, una esperanza, un júbilo reunido y generoso
y nadie se hubiera atrevido a pensar que pudiera ser, como los otros, un relámpago inocente;
ahora le estamos contando los minutos
y en vez de tenderle una mano para, al menos, acompañarlo hasta cruzar la calle
le ponemos las quejas, le pasamos la factura
de las horas, de los días en que no pudo complacernos,
le cargamos lo turbio y lo perdido
como si él fuera el culpable de que nuestros propios sueños
no nos reconocieran al pasar por el mundo
y aspiramos sus últimos suspiros,
con un alivio injusto,
como un perfume triste en la memoria.
Porque ahora redoblamos la apuesta
pasándole la carga al que espera para el cambio de guardia,
al que ahora recibe las albricias, las guirnaldas,
al que se abre como un cuaderno nuevo en el primer día de clase
y en el cual no sabemos todavía qué anotar,
qué listado de exigencias le pondremos,
por el momento, utilizando todos los lápices de colores,
por el momento sin sumas y sin restas,
y que después será motivo de comentarios,
ya sin sitial de honor,
con las hojas arrugadas en los bordes
y tachaduras y borrones,
porque cada vez que nos empecinamos en fijarnos en lo fugitivo
se nos da por pasar la vida en limpio
y solemos ser ingratos con nosotros mismos,
no darnos cuenta de las incontables (tal vez pequeñas) maravillas
en las que se ha abierto, tantos días, nuestro corazón.
Es cierto, terriblemente cierto, que hemos tenido golpes de sombra espesa y duradera, pero también es hermosamente cierto que hemos llevado a la boca la vida como una fruta recién arrancada, en su justo dulzor, en su jugo, en su rocío.
Por eso, en este instante en que el año se arregla como puede la corbata
y se para en la vereda
y quiebra un poco el ala del sombrero para que no le vean los ojos,
no le sumemos más noche a lo que va en la espalda,
y cuando los dos se crucen en medio de la calle
levantemos la copa por los dos.
La vida es esto y espera que cantemos.
¡Que cantemos!
Juan Manuel Alfaro
Paraná, 3l de diciembre de 2010