LA
OTRA INVENCION DE LA SEÑORITA K.
Roberto
Alifano
¡Ah, de los lejanos
días cuando esa gente admirada estaba viva y éramos felices! ¡Qué privilegiados
testigos fuimos! Borges cenaba a menudo en casa de Bioy Casares y Silvina
Ocampo, sus más entrañables amigos y válidos interlocutores, y no había
declaraciones públicas ya que el ámbito era íntimo. Divertidos y polémicos,
definitivamente originales y hasta chismosos, esos pares registraban en sus asombrosas
memorias o en diarios personales lo que ocurría en esos encuentros. Ya casi sin
testigos y con espurios intereses mediantes, la historia se empezó a
tergiversar y a elaborar de muy otra manera a como en verdad había sido. Lo que
acaba de ocurrir ahora es verdaderamente repudiable.
En declaraciones hechas en los Estados Unidos,
la señorita María Kodama, que se proclama viuda de nuestro genio literario (hoy
está debidamente comprobado que su matrimonio no es válido) afirmó, que Bioy
Casares era un “traidor”, un “cobarde” y un “desecho humano” por un diario
personal publicado hace un par de años y donde Bioy cuenta esas sobremesas que
ya forman parte de “una petite histoire de
la literatura argentina”. Por supuesto, viniendo de quien viene quizá no es
para sorprenderse demasiado, pero creemos que ante tamaña ofensa hacia un
auténtico caballero y un escritor excepcional, no podemos callar. Borges
también queda mal parado y la ofensa lo salpica de manera inapelable. Nos
preguntamos entonces: ¿Cómo pudo ser amigo durante cincuenta y seis años de un
personaje tan deleznable como afirma la entrevistada? Alguien que acepta una
relación así tampoco es digno de respeto. En fin, es probable que la miopía,
que dice padecer la señorita Kodama y no le permite ver a menos de un metro, sea
más bien mental; los años no pasan en vano y el tiempo, como dice don Francisco
de Quevedo “es un enemigo que mata huyendo”. La mente se reblandece. También es
cierto que Bioy Casares fue testigo del destrato que tantas veces esta persona tuvo
hacia Borges y eso no se lo perdona.
A partir de su
muerte, la verdad de Borges empezó a ser recordada por los que lo conocíamos y,
también, por quienes no lo conocían y se tomaban, como siempre ocurre, las
indebidas atribuciones. Los muertos se llevan a la tierra no sólo sus grandes
secretos, sino también sus cosas minúsculas, sus obviedades o sus monosílabos
(Emmanuel Berl escribió alguna vez, ya en sus noventa años: “Es verdad que los muertos son frágiles:
hurgamos sus papeles, divulgamos sus secretos, transgredimos su voluntad, pero
también vemos de qué regresos fulgurantes son capaces a veces esos seres
abolidos”). Queda entonces en nosotros reconstruir aquel mundo maravilloso
que dejaron tras de sí Borges, Bioy Casares, Silvina y Victoria Ocampo, Carlos
Mastronardi, Manuel Peyrou, José Bianco, Juan José Hernández, Alicia Jurado,
Enrique Pezzoni y tantos otros que omitimos injustamente al citar algunos.
Nadie es dueño de los muertos, mucho menos de los ilustres.
La señorita Kodama
(salvo por los derechos de autor que usufructúa), es ajena al ámbito de la
literatura. Pero no puede desconocer que Bioy Casares obtuvo, entre muchos
otros, el premio Cervantes, el más importante de nuestra lengua, otorgado por
el Rey de España y el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de
Escritores, entre tantos otros en diversos países, donde se lo tradujo, se lo
leyó y se lo sigue leyendo; además de ser estudiado en muchísimas universidades
del planeta por la calidad de la obra literaria que legó a la humanidad.
Como muestra de que
lo que se afirma es falso, nos basta con citar estas opiniones de Borges sobre
su querido Adolfito: “Se conjetura que no
queda lejos la fecha en que la historia no podrá ser escrita por excesos de datos;
Gibbon, en el siglo dieciocho, pudo edificar su admirable Decline and fall porque el tiempo, que también se llama
olvido, ya había simplificado las cosas. En el caso de Adolfo Bioy Casares,
éstas son tantas para mí, que sé que mencionar una sola es omitir un número indefinido,
y casi infinito, de otras. Prefiero aventurar un juicio. En una época de
escritores caóticos que se vanaglorian de serlo, Bioy es un hombre clásico…”
(prólogo al relato Los afanes dictado
por Borges para el libro Cuentistas y
pintores argentino, Ediciones Gaglianone, 1985).
“Cuando nos conocimos, en 1932, yo lo sentí a Adolfito casi en seguida como
un amigo. Él era un joven muy inteligente y de una gran cultura. Es cierto, yo
le llevaba más de diez años; en estos casos se supone que el mayor se convierte
siempre en maestro del menor. Esto acaso ocurrió al principio, pero luego,
cuando empezamos a trabajar juntos, él era en realidad y secretamente el maestro”... (de Conversaciones con Borges,
Roberto Alifano (Editorial Atlántida, 1984).
Conservamos
cintas grabadas para hacer oír a quien quiera, de qué manera Borges se refiere
siempre elogiosamente a su amigo y coautor.
Hablar así, hacer
declaraciones tan denigrantes, es difamar gratuitamente al escritor con quien
Borges escribió una parte de su obra; ahora resulta que Borges y Bioy nunca
fueron amigos y los libros que escribieron juntos no existen. Son autores de
literatura fantástica, es cierto, pero no son capaces de tan increíble acto de
magia. La íntima amistad que los unió durante más de cincuenta años fue
verdadera, no fue una ficción y, mal que le pese a la señorita María Kodama,
aún quedan demasiados testimonios. Por otro lado, las obras que escribieron
juntos se siguen editando y alguien cobra esos jugosos derechos de autor que
Bioy cedió generosamente en vida para no entrar en ese “Festival del juicios” que
vive generando la mencionada señorita. Esos textos, escritos a cuatro manos, Borges
no los compartió con su acompañante en los viajes al exterior, con su
enfermera, sino con alguien a quien consideraba su par.
Está lejos de
nosotros querer enredarnos en una vana y grosera polémica alejada de toda
veracidad, pero no podíamos dejar pasar por alto estas declaraciones de la
señorita Kodama, publicadas en el diario La
Nación el 10 de octubre. Sabemos que todo esto se aquietará y cada cual
tendrá lo suyo. Rogamos que cesen ahora estas banalidades que en nada
benefician la memoria de nuestros admirados escritores.